domingo, 25 de octubre de 2009

Vagabundo (rescatada)

Llega la hora. Me pongo un gorro y echo a caminar a solas conmigo. Me entretengo con la neblina que creo. Como se pierde en la inmensidad de la noche, haciendo remolinos donde suelo soñar.

Veo su rostro entre gota y gota. Sabiendo que es solo mi imaginacion me meto un balazo y sigo adelante. Que feo es morir asi...

No hay rayo del sol en el horizonte. Yo y mi camino. Y bajo esta penosa lluvia, entre poste y poste, pienso en que no podre volver

martes, 6 de octubre de 2009

El deseo del atardecer

Lo veo soñando todas las noches, con su cara que recién ha descubierto el mundo y sus ojos grises que todavía se esfuerzan por captar mejor la luz. Lo observo en su cuna echa de madera, pintada de blanco y junto a él su almohada preferida, la que tenía yo cuando era bebe. Es difícil criar a un bebe, sobre todo si su madre está muerta y el respectivo progenitor no encuentra un reemplazo.

Tiene apenas 2 años y balbucea ‘papá’ con dificultad. Sus ojos grises son la atracción de las personas, hombres y mujeres, que lo cargan, se asombran y dejan que él absorba todos sus pesares, sus penas. Él, como todo bebe, no sabe lo que sucede, no sabe que es una celebridad en la pueblo, pero se deja engreír cuando ve las sonrisas de las personas al cargarlo, al abrazarlo y verlo conmigo agarrado de la mano, caminando, en medio de la plaza.

Es todo un problema vivir sin madre, pero es peor criar sin una madre con su instinto maternal como ayuda extra. ‘Dos por uno’, como las tantas ofertas de la capital, lugar de donde me mudé con ella para evitar el estrés, para que yo respire mejor debido al asma y porque necesitaba apartarme del ajetreo. Odio el recordar todo lo que sucedió durante el embarazo, toda la injusticia que tuve superar y que, sin embargo, pareciese que nunca llegare a sobrepasar la valla sin rozarla.

La vida es dura en Lima, al menos para mí, una persona a la que no le faltaba nada (se podría decir eso). Mi respiración, cada vez más turbia. Mi mujer, cada vez más agonizante, silenciosa, sin decirme nada. Nos mudaremos a Andahuaylas, le dije. Había comprado una casa grande, con un inmenso jardín. Una hamaca colgaba de dos árboles, una pequeña zona de parrilla, dos habitaciones, un baño, una iluminada cocina, visitas constantes de mis amigos y sus felicitaciones por mi mujer y su embarazo cada vez más notorio. Ya va a nacer el chinito, me decían. ¿Has pensado en un nombre? Javier, les contestaba. El nombre del abuelo de Carmen, mi mujer.

Yo lo conocí cuando éramos aún enamorados, hace ya tantos años. Un muy buen abuelo para ella, el más cariñoso que he visto. Visitarlos a él y a su esposa, Ana María, en su pequeño departamento en la avenida Salaverry, me daba una sensación infinita de ternura. Su bigote ligeramente canoso y su peinado elegante, su mirada profunda y llena de bondad, ternura, cariño y dulzura infinita, la barriga que iba creciendo con los años y su sonrisa paternal. Cuando se enteró que estábamos comprometidos, ya no le quedaba mucho tiempo. El cáncer lo iba consumiendo. Hagan una bonita familia, denme hermosos bisnietos, es un sueño que siempre he tenido. Salgan sin cuidado por las noches, yo los puedo cuidar junto con tu mamá, Carmencita.

Cuando caía la tarde, salían Carmen y su abuelo al balcón. Pide un deseo, le decía él. Ella lo hacía. Luego entraban y el señor Javier me decía: Siempre que caiga la tarde, pide un deseo. Eventualmente podría hacerse realidad, hijo. Me sonreía y yo tenía ganas de llorar. De llorar y abrazarlo y decirle: ¡No te vayas, por favor! Ana María nos servía el lonche, una taza de té y pan con mantequilla, jamón o queso, como prefiriéramos. Tenía unos ojos preciosos, grises como los del papá de Carmen, Alberto, grises como los de Carmen… y grises como los de Javiercito.

Carmen tuvo un embarazo complicado. Las náuseas fueron fuertes. Dejé el trabajo por completo y me dediqué a cuidarla. La empresa maderera que yo manejaba estaba ahora a cargo de un amigo mío. Aún conservaba parte de las acciones. Estuve al lado de ella todo el tiempo, en cada arcada que sentía, cada sensación de náusea, cada dolor, cada sentimiento de malestar. Tenía suficientes ahorros como para vivir los nueve meses sin trabajar. Aún hoy me parece ayer cuando pegaba mi oreja derecha a su barriga y sentía a Javiercito patear. Ojalá sea futbolista, decía yo. Quizás el comentario más común de todo padre, pero en verdad yo lo deseaba así. Que fuera lo que yo nunca fui. Me alegraba tanto de que fuera un hombre.

Cuando iba casi por los ocho meses de embarazo, se empezó a sentir muy mal. Llamé un doctor. Vino a la casa, la examinó y le dijo: no se preocupe, no es nada. No presenta riesgo alguno para el bebé ni para usted. Le recetó unas pastillas y se fue. Carmen sufría de la presión alta. Llamamos varias veces al doctor y recetaba pastillas diferentes siempre. Carmen se cansó un día, dijo que quería ir a la clínica de todas maneras, no iba a soportar al idiota del doctor. Se sentía cada vez peor. Ya iban ocho meses de embarazo. Subimos a la camioneta y arranqué. Manejé rápido hasta llegar a la clínica Ricardo Palma, en San Borja. Un largo camino.

Sala de emergencias. Carmen ya había sido llevada para hacerle una operación y sacar al bebé. El doctor Cruz la operaría. Esperé mucho tiempo, dando vueltas, caminando rodeado por el intenso blanco de las clínicas. Pasaron los minutos. De repente, una enfermera me dijo: “Señor Wong, puede pasar.” Me entregaron una mascarilla y entré a la sala de operaciones. Ahí estaba Javiersito, con los doctores. Carmen estaba echada en la camilla. Fui a verla y le agarré la mano. Mi amor, ya está todo bien, Javiersito ya nació. Vamos a cuidarlo en la casa de Andahuaylas, amor, voy a llamar al Mono y a Solano para que vengan, ellos ya le pasarán la voz a los demás, amor.

No hubo respuesta. Carmen estaba en silencio, como dormida. Debe ser algún tipo de anestesia, pensé. El doctor Cruz entró a la sala, había estado llenando un formulario. Me miró. Dirigió una mirada acusadora a las enfermeras y los doctores. Nadie dijo nada. Se acercó. Me hizo soltar a Carmen y me puso la mano en el hombro. Lloré.

Lo veo soñando todas las noches, con sus ojos grises. Me pregunto si él pensará en ella como yo lo hago. No ha habido nadie como Carmen hasta ahora. Una vida de padre soltero. Mi vida ahora es Javiercito. En él puedo ver a Carmen, al señor Javier y sus deseos de atardeceres. El sol se estaba ocultando y el cielo era un degradé de amarrillo a naranja y rojo. Las nubes me invitaban a salir a la zona de la parrilla, afuera. Pedí un deseo y entré, cerrando las mamparas.

Hecho por: Daniel y Javier